domingo, 16 de enero de 2011

El calendario

o almanaque, constituye un complemento importante en mi organización personal. No se trata solo de saber en qué día vives, o de cual es el santo que la Iglesia festeja, que también. Fundamentalmente me sirve para suplir la falta de archivo suficiente en mi disco duro mental, en el que retener todas las cotidianeidades necesarias en el devenir diario: santos, cumpleaños, acontecimientos familiares, citas médicas y profesionales, puentes posibles, vacaciones y un largo etcétera de datos cuyo olvido puede acarrear contratiempos variados.

Por todos esos motivos, cuando llega un nuevo año procuro aprovisionarme de un buen surtido de calendarios de distintos tipos y tamaños en función del uso que les vaya a dar. Por ejemplo: Para la nevera de la cocina siempre busco uno de números grandes y con hueco suficiente para escribir entre ellos; en ese anotamos el grueso de la información familiar, que es mucha. Además de este, y tan importante, el dedicado a temas de trabajo, también de pared, no tan grande, pero igual de necesario, sobre todo en el tema de plazos. Otro de mesa tipo tienda de campaña, también es útil para una consulta rápida y con anotaciones a largo plazo. Bajando de tamaño, también suelo tener uno de los de toda la vida tamaño tarjeta con las puntas redondeadas, de cartera, y que desde hace varios años me surte un buen amigo, que los utiliza para promocionar su negocio, a costa de sus sufridas hijas posando con un loro yaco de cola roja como ilustración. En la oficina también tengo un par de ellos, en los que anotar el acontecer diario para burlar en lo posible al sr. Alzheimer.

 Nunca me han gustado las agendas, porque la experiencia me enseñó que tras apuntar cuidadosamente los datos de la primera página y comenzar con entusiasmo los primeros días de enero, la información que anotaba iba languideciendo con el paso de los días y normalmente a partir de mediados de febrero se convertían en un páramo desértico con sus páginas en blanco, acumulándose unas y otras por estantes y cajones sin utilidad alguna.

La única concesión a la técnica moderna se la he otorgado a mi veterano celular, que cuenta entre  sus aplicaciones con una agenda en la que introduzco los acontecimientos de los que impepinablemente no me puedo olvidar, y que me reproduce año a año actualizándolos; así, entre otros, me ayuda a recordar los cumpleaños de mis allegados junto con la pila de años que cumplen, incluido el mío.

A estas alturas de enero, aún no he completado mi colección de calendarios y eso me tiene un poco descolocado, aunque antes de fin de mes, seguro, todos estarán en su lugar y cumpliendo su función, como está mandado. Faltaría más.

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