jueves, 16 de diciembre de 2010

Jamón navideño

Ayer aterrizó en casa en forma de jamón el obsequio navideño de mi oficina. Una hermosa pieza de más de 7 kilos de jamón ibérico con su pezuña negra. No es que no comamos jamón en casa, pero ibérico, ibérico, la verdad es que no a menudo, y menos 7 kilos de golpe. Realmente, sólo ponemos un jamón en marcha al año, y si es regalado, pues mucho mejor, porque se disfruta el doble. El de este año es imposible que no salga bueno, que ya se encarga Bertín Osborne de anunciarlo con su gracejo habitual, porque "con la calidad no se juega". 

Luego está el ritual de instalarlo en el jamonero y darle el primer tiento. Todos los años me pasa lo mismo, se me olvida la técnica de corte y tengo que recurrir a Internet para refrescar la memoria. El problema ahora es elegir el vídeo bueno, ya que según el profesional que lo grabe, el comienzo de la operación puede ser con la pezuña hacia arriba, o hacia abajo, y cada uno con las razones pertinentes de la elección.

Una vez recuperadas las lecciones básicas para iniciar la operación con posibilidades de éxito, decidido por la pezuña hacia arriba y armado con el cuchillo que acompañaba al jamonero de usar y tirar (previamente montado), acometo con decisión el asalto a la pieza, despojándola de la primera capa de grasa, según las indicaciones recibidas. Poco a poco van apareciendo las primeras vetas coloreadas entre el blanco tocino y las asistentes empiezan a hacerle ojitos a las primeras virutas que llegan al plato. Poco a poco, las finas lonchas van adquiriendo la tonalidad y la consistencia esperada, el aroma se extiende por la cocina, las copas de vino están dispuestas y comienza el asalto al plato.

Aunque este año la operación se ha quedado un poco coja porque Blanca está fuera y se ha perdido el primer acto, el resultado viene siendo el mismo: no hay manera de que en el plato haya más de dos lonchas a la vez, da lo mismo la velocidad con que me afane en llenarlo, pues las comensales dan buena cuenta de lo que llega al plato, a la misma  velocidad que el cuchillo hace su trabajo.

Como en algún momento se ha de parar, al primer despiste de las devoradoras de ibérico, doy por finalizado el primer acto, y ceremoniosamente cubro la herida recién abierta con las gruesas lonchas de tocino que separé al principio, con el fin de preservar la zona de corte. Como todos los años, y para mantener la tradición, rebusco en el fondo del cajón de los paños, hasta encontrar uno precioso que nos regalaron Maibe e Ian tras un viaje a la Pérfida Albión, y en el que se representan los monumentos más significativos de Londres. Es tan bonito, que solo lo usamos para cubrir el jamón y decora una barbaridad. Debajo coloco otro paño, no menos histórico, fruto de los trabajos manuales de Rocío, con su firma y todo.

Ahí está, presidiendo la cocina, con su pezuña plateada para no herir sensibilidades de quién no le gusta su negro original, y dispuesto a desplegar sus encantos en cuanto se le despoje de sus hábitos y se vuelva a poner su desnudez a disposición del afilado cuchillo, para disfrute de los presentes.