Los naranjos forman parte del paisaje murciano. Muchas calles cuentan con estos frutales como ornamento y sombrajo, y junto con las moreras constituyen la seña de identidad arbórea de nuestra capital. Estos días de enero se muestran repletos de apetecibles frutos que colorean alegremente la ciudad. Alcanzado su punto de madurez óptima, ahora llega el momento de la recolección y en ella se afanan los operarios de Parques y Jardines, que subidos a sus perigallos y a la forma tradicional, a mano, descuelgan una a una las frutas maduras que apilan en grandes cestones a pie de árbol. Apenas termina la poda de las moreras comienza la cosecha naranjera, ardua labor la que realizan los jardineros municipales de descargar del amargo fruto, árbol a árbol y calle a calle.
Cuando veo la recolección siempre me planteo la misma cuestión ¿Por qué decorar nuestras calles con árboles de sombreo, cuyo fruto resulta incomestible o únicamente apto para elaborar mermelada de naranja amarga? ¿Será porque si la fruta fuera apetecible para el paladar, ahora encontraríamos a nuestros conciudadanos encaramados a los árboles llenando sus morrales y eso crearía problemas de orden público? ¿Será por miedo de la municipalidad a las tripoteras reales o fingidas que el consumo de la fruta podría causar a los vecinos, y las consiguientes reclamaciones de éstos por los perjuicios sufridos? De listos está el mundo lleno.
Y en otro orden de cosas ¿Quién no ha probado alguna vez, dejándose llevar por su magnífico aspecto, una naranja borde y se ha llevado un amargo chasco? Dudas existenciales no son, lo sé, pero ver como acaban en los contenedores de basura, tantos y tantos canastos repletos de naranjas de magnífica presencia, me recuerda la cantidad ingente de recursos de todo tipo que nuestra sociedad derrocha a manos llenas, convencida erróneamente de su infinitud.