8,00 de la mañana, estoy de puente, es lunes, es mi aniversario de boda, me aferro a la almohada para disfrutar un ratito más de cama y de repente lo siento: un murmullo, un trueno muy lejano que va creciendo en intensidad, aprieto los ojos para seguir durmiendo, pero sigue ahí, creciendo en mi cabeza, aumentando de volumen, una mescolanza de ruidos mecánicos y humanos ininteligible y desafinada que sigue ganando en intensidad. Aguanto estoicamente, parece que mengua, como si se fuera disolviendo poco a poco, me relajo, se aleja, me duermo inquieto, pero me duermo.
8,50, misma mañana, mismo día, mismo puente, mismo aniversario. Ahora estoy preparado, vuelve el rugido sordo, desbocado, in crescendo; se disparan los decibelios, lo incluyo todo ello en mi sueño: la selva, las hormigas por todas partes con ese fragor aterrador que todo lo consume, me revuelvo inquieto y decido despertarme. ¡Ya está bien de sueños truculentos! Pero sigue ahí, alcanza un volumen ensordecedor, un galimatías mezcla de sonidos graves, agudos, altos, bajos que tras alcanzar un punto máximo sostenido unos momentos interminables, comienza a disolverse de nuevo. Afino el oído, a pesar de mi leve pérdida de audición, y la oigo alejarse, poco a poco, sin prisa, con ligeros picos sonoros, como si se resistiera a desaparecer, pero sí, se desvanece, la tranquilidad se va imponiendo, me relajo, ya no puedo dormir, el sol entra a raudales por la ventana, me levanto y me asomo a ella. Sí, el patio del colegio está vacío, los alumnos en sus clases, los padres de vuelta a sus quehaceres, la calle tranquila, la marabunta dormida.