Pues en esas estaba yo esta mañana, que toca revisión del aparato visual y me he de poner en manos de mi doctora favorita de la S.S., para lo que previamente hay que solicitar la dichosa cita para acabar en su poder.
Ya iba mentalizado para el ejercicio de paciencia que toca cada vez que entras en territorio medicalizado, así que saltándome la cola del ascensor (que era minina), he hecho un poco de "cardio" que diría un "sport trainer" y he subido a paso ligero los cuatro pisos que llevan a las consultas de oftalmología del Morales Meseguer.
Mientras recuperaba el resuello, he tomado posiciones en la cola frente a las ventanillas donde ofrecen información diversa y fundamentalmente cumplimentan las citas para el servicio. 11,50 h. de la mañana, 4 o 5 personas delante y en pocos minutos me convierto en sándwich de bonito con otra media docena detrás.
Hasta ese momento, mi alforja de paciencia se encuentra intacta y observo curioso a mí alrededor: los ascensores aligeran su carga a intervalos regulares, la sala está "petada" de clientes, el altavoz recita su letanía de nombres poco a poco y los afortunados desaparecen por el pasillo rumbo a las consultas.
- Pues a mi madre la operaron en mayo del año pasado y quiere que la vean para revisar la operación.
- Que no tengo el papel del médico, que lo tendrá mi hermano, pero mi madre quiere que la vean.
- Que el médico le dijo que viniera al año de la operación para revisión y no le daría ningún papel.
Hasta aquí, normal, explicaciones y contra explicaciones a ambos lados de la ventanilla, pero cuando la conversación se repite machaconamente hasta cinco veces, palabra por palabra, incluidos los tiempos muertos para mirar la pantalla del ordenador, el resto de la cola que va creciendo hasta la escalera, se agita nerviosa hasta que, por fin, la citadora se digna otorgar la dichosa cita y la señora de blanco agarra su papel y desaparece escaleras abajo. 10 minutos largos de negociación.
Un par de turnos facilones después, dos morenazas de color avellana con un morenito pequeño y cara de bueno, se posicionan ante la ventanilla. Con su papel en la mano, parece que la cosa sea fácil. ¡Pues no! Resumiendo mucho:
- ¿Para quién es la cita?
- Para esta, señala la interprete a su colega que parlotea en su idioma avellana.
- Pues necesito que se identifique.
- La parlanchina saca una tarjeta sanitaria.
- No está registrada, menea la cabeza la dispensadora de citas.
- ¿Este es el nombre de ella?
- No, de su marido.
- ¿Y este?
- El apellido.
Por fin aparece en el sistema. Suspiro de alivio en la cola, el morenito ya ha atropellado a unos cuantos pacientes con su silleta mientras espera aburrido. Otros 10 largos minutos se han ido.
Una señora mayor se salta la raya amarilla y haciéndose la tonta, intenta colarse como en la carnicería. No tiene éxito, ¡está la cola como para que alguien se cuele!
Otra más intenta que le den cita por la mañana temprano, por no se qué del trabajo. ¡Bendita mujer que cotiza para que 12 millones, entre parados y jubilados, subsistan en este país de cuchufleta! Y me toca, 35 minutos después de instalarme en una cola de 6, me toca. La paciencia hace tiempo se me escurrió por las costuras de la alforja cuando me pongo frente por frente con la ventanilla por medio, con la apática dispensadora y no me puedo contener.
- Mucho trabajo para una persona sola (comento señalando con la cabeza la silla contigua, con una bata colgando y vacía desde que llegué).
- No estoy sola, mi compañera ha salido a desayunar.
- Pues se lo está tomando con tranquilidad, son las 12,35 y está "missing" total.
- ¡A ver si es que no va a tener derecho a desayunar!
- El mismo que nosotros a que nos atiendan en un plazo razonable.
Y poco más, consigo mi cita y regreso por donde he venido. ¿Me podría haber callado? Posiblemente, pero me cuesta no ejercer uno de los pocos derecho que nos quedan a los españoles.
- Pues se lo está tomando con tranquilidad, son las 12,35 y está "missing" total.
- ¡A ver si es que no va a tener derecho a desayunar!
- El mismo que nosotros a que nos atiendan en un plazo razonable.
Y poco más, consigo mi cita y regreso por donde he venido. ¿Me podría haber callado? Posiblemente, pero me cuesta no ejercer uno de los pocos derecho que nos quedan a los españoles.
El derecho al pataleo.