Una colección empieza cuando uno se hace con dos cosas similares que le llaman la atención y empieza a pensar en como conseguir una tercera. Parece tonto el mecanismo, pero funciona y cuando te quieres dar cuenta, ya tienes la colección.
A partir de ese momento empieza lo divertido: buscar nuevos miembros al equipo. Cuando empecé con las muñecas con forma de campana lo único que tenía claro es que debían tener falda y un badajo colgando en su interior que sonara al agitarla. Suena fatal, lo sé, pero esas eran las condiciones.
Las regaladas hacen ilusión, las que más, las que te traen de improviso, aunque uno en su ansia, a veces encarga alguna a sus sufridas amistades que tienen la suerte de viajar, esas también son muy satisfactorias, aunque te remuerda la conciencia (pocas veces). Las más las consigo en los viajes propios, las hay gallegas, asturianas, aragonesas, andaluzas y por supuesto, murcianas. Siempre hay alguna tiendecita de cerámica o cachivaches diversos en las que rebuscar; las más abundantes son aquellas que visten traje regional, con delantal y brazos en jarras, con tocado o sin él, por eso, cuando encuentro alguna que se sale de ese grupo, el premio es mayor: una bruja, una angelota, una menina o una peruana.
En materiales está todo inventado, salvo una de madera antes mentada, la gran mayoría son de cerámica, más o menos fina, pero barro cocido en todo caso; el resto son de metal, desconozco la aleación, aunque suenan y bien. Eso es lo que cuenta. Durante un tiempo intenté conseguir que me hicieran una de cristal, un artesano del barrio de Santiago el Mayor, Reina se llama, pero no hubo suerte (de momento)
Hace unos días, buscando un regalo para un tercero en una tiendita del centro, apareció ella, una huertanica sonriente, hija de la misma artista que me proporcionó la menina, y Marián, siempre dispuesta al agasajo, me la regaló. Una pequeña historia más, la número 41.