Todos los años lo mismo, te levantas el 22 de diciembre henchido de entusiasmo y de ilusión por el Sorteo de Navidad, con todo tu ser predispuesto a la celebración super-mega-estupenda al resultar agraciado con alguno de los suculentos premios que se reparten, que por supuesto, ya tienes más que invertido y gastado de antemano y te vas a tus quehaceres habituales con una oreja puesta en el soniquete de la radio, preparado para la explosión de júbilo en cualquier momento.
La mañana va desgranando lentamente la letanía de los chiquillos de San Ildefonso, junto con las frases hechas de todos los años, intercaladas con los anuncios que pagan la cosa. De vez en cuando, un revuelo lejano, se agudiza el oído, un nuevo número, un premio ¿En qué acaba? ¿Dónde se ha vendido? Nada, aún quedan algunos por salir; sigue la mañana salpicada de sobresaltos lejanos, se van llenando las casillas con los números premiados, y al final, ni la fecha de la visita del Papa, ni la de la victoria en el Mundial de Sudáfrica, ni las de las goleadas del Barsa o del Madrid, ni siquiera la de Nadal ganando el último Grand Slam. Han salido los de siempre, los que el azar ha querido y ese Gordo henchido y lustroso con el que amanecimos todos debajo del brazo, se ha ido desinchando y desvaneciendo poco a poco, hasta quedar reducido a un suspiro resignado y agradeciendo la salud de hierro de que disfrutamos.
Pero hoy, a quienes sí les ha caído el gordito, ha sido a los de casi siempre, los funcionarios, que no tienen por donde escapar de los nuevos recortes presupuestarios, viendo como una y otra vez, son los paganos de la mala gestión de los que alegre e irresponsablemente, en muchos casos, se han gastado lo que tenían y lo que no, lo que podían y lo que no debían, en la inconsciencia de que ya lo arreglará el próximo manirroto que llegue.