sábado, 16 de octubre de 2010

Los libros de mi abuelo


Mi abuelo Isidro era un buen tipo. Tuve la suerte de relacionarme con él durante los dos años que pasé interno en Madrid; con él y con la abuela Carmela, quién cada vez que podía acercarme a verlos me preparaba unas natillas caseras que me encantaban y que aunque pasado el tiempo me enteré que eran de sobre, no dejé de añorarlas. Me gustaba su casa de la calle Ferraz, por la línea 4 del Metro, de la Avenida de América a Arguelles, me ponía en ella en un pis pas. El ascensor de madera, antiguo a más no poder, traqueteaba hasta el cuarto piso al que siempre llegabas conteniendo el aliento, y aunque me gustaba tumbarme en un sofá pequeñito del que me colgaban las piernas en el cuarto de estar, entrando a la derecha, lo que más me gustaba de la casa era la cocina alicatada de blanco, con su despensa, su cocina económica, la caldera, la fresquera y por supuesto, la leñera con el portillo de madera que dejaba entrever sus entrañas repletas de carbón; me gustaba subirme encima con las piernas cruzadas mientras disfrutaba de las natillas. Pegada a la cocina estaba Alaska, una habitación pequeña, de servicio, con dos robustas literas de hierro cuajadas de mantas con las que poder sobrellevar la gélida temperatura que le daba el nombre.

En esa casa vivió mi padre de joven y ahora vive mi padre de abuelo, es la casa de los Márquez. Mi abuelo murió sorprendiéndonos a todos, yo creo que incluso a él mismo; con lo previsor que era y no le dio tiempo de organizarse. La abuela murio después, pienso que perdió bastante el interés por las cosas cuando se fue el abuelo y anduvo a vueltas por seguirle hasta que lo consiguió, no sin antes venir a mi boda, la de su nieto mayor, el de las natillas.

La casa se fue vaciando, unos esto, otros aquello ... poco a poco la casa que yo conocía se fue desvaneciendo hasta quedar desnuda. En aquel trasiego no participé ¡No me gusta desmantelar las cosas, yo soy arreglador!. Alguien me preguntó si no tenía interés en conservar algo, y un buen día me pasé por allí por ver que quedaba. No quedaba nada, al menos a la vista, aún así, localicé dos cosas que conservo con cariño: una Virgen del Pilar casi de tamaño natural, que llevamos a platear y preside el salón de mi casa desde las alturas y un diminuto nacimiento escondido en una vasija de barro que permitía verlo por una abertura y que tras sustituir la vasija por una base de madera con una campana de cristal, me recuerda a mis abuelos cada vez que me siento a trabajar en mi bureau del cuarto de estudio.

No quedaba nada que nadie quisiera, abrí el armario de la entrada, y allí estaban, apilados, ordenados, esperando, los libros de mi abuelo, aquellos que semana tras semana a lo largo de muchos años de su vida había ido atesorando, pulcramente firmados y con la fecha de su adquisición, allí estaban los realistas de fines del XIX y principios del XX, Galdós y sus Episodios Nacionales de los que solo faltaba Trafalgar (Que conseguí posteriormente aunque de una edición moderna), Pereda, Pedro Antonio de Alarcón, Blasco Ibañez, Palacios Valdés, Pardo Bazán, Alas Clarín; la Generación del 98 al completo, con títulos de  Miguel de Unamuno, Jacinto Benavente, Ramón del Valle-Inclán, Antonio Machado, Azorín, Pío Baroja; libros de Manuél Alcón, Ricardo León, Pérez Madrigal, Concha Espina, novelas del Caballero Audaz, Jardiel Poncela y más, muchos más. Ese era mi tesoro, el que me dejó mi abuelo y yo dejaré a mis nietos, sus libros, los míos.