sábado, 5 de marzo de 2011

Orejudo


Mi tío Cesar me apadrinó en el bautismo; era el hermano mayor de mi madre y también fue su padrino de boda en sustitución de su padre, asesinado durante la Guerra Civil. Catedrático de la Escuela Normal en la Universidad de Salamanca, era alto y espigado, con una frente despejada y un perfil que siempre me recordó al de Don Quijote.

Lo recuerdo como una persona enérgica, estricta y fundamentalmente culta. Sabía mucha, mucha historia del arte y la transmitía con tal entusiasmo que encantaba a sus alumnos, como solo un enamorado de su profesión podría hacerlo. Desafortunadamente no tuve demasiadas oportunidades para disfrutar de su ciencia, pero sí guardo con cariño algunos momentos de nuestra relación.

Como aquel en su casa-museo de Salamanca, que visitamos de pasada camino de Galicia, cuando al escuchar unos extraños “clapeos” que provenían del exterior, y al asomarnos a las ventanas, nos explicó que aquel curioso ruido lo producían las cigüeñas instaladas en las “picorutas”, como él llamaba a los remates que coronan la Catedral de Salamanca y aprovechó la ocasión para contarnos su historia, estilos y curiosidades, en el marco de un magnífico atardecer sobre la Catedral.

Entre aquellas curiosidades nos contó como algunas viejas vigas de madera del tejado de la Catedral Vieja, retiradas para su reparación, habían ido a parar al taller de un artesano afincado en Cabrerizos, localidad cercana a Salamanca, y que las utilizaron como materia prima para realizar tallas mediante antiguas técnicas de policromía, tomando como modelo imágenes de corte románico. A las tallas realizadas les quedaron algunos cantos lisos sin labrar, para dejar constancia de su origen.


Una pequeña Virgen con Niño, de unos 30 cm de altura y procedente de las antiguas vigas, formaba parte de la colección de arte que a lo largo de los años habían atesorado mis tíos en aquella casa. Al comprar su casita veraniega en San Javier, se la llevaron allá y cuando iba de visita siempre marchaba con la misma petición, quería aquella imagen como recuerdo de mi padrino.

Sin tiempo para despedidas, en una fría y desapacible tarde castellana, con el viento tocando a duelo en los árboles del cementerio, dijimos adiós a D. Cesar en su Salamanca de adopción. Poco a poco había entrado en la nebulosa intemporal que todo lo borra, hasta que sin darse cuenta, se fue en paz.

Aquella imagen, que siempre asocié a mi tío y su amor por el Arte y su Historia, fue a parar a casa de una de sus hijas, la pequeña como él la llamaba, y allí la encontré un día de visita. Recordé las cigüeñas, las charlas sobre historias familiares, su disposición a prestarme ayuda la única vez que recurrí a él, mi orgullo porque fuera mi padrino, y le recordé mi interés por ella. Cuando ya nos íbamos, entre besos y despedidas, su pequeña, generosa, apareció con ella en las manos, y la Virgen continuó su peregrinaje familiar desde aquellas decimonónicas vigas a mi dormitorio, donde el recuerdo de mi padrino me despide por las noches y me saluda a la mañana, en la paciente espera de su futuro destino.

Muchas gracias.