Cuando yo era adolescente, es decir, tenía la edad de los adolescentes de ahora, me chiflaban las películas de miedo a pesar de que era un poco caguetilla, y de entre ellas, las de zombies me causaban especial zozobra, hasta el punto que después de ver una de ellas me daba congoja dormir solo en mi habitación.
Ya me pilló mayorcito, pero la peli de El Amanecer de los Muertos me llenó de congoja hasta los huesos, durante muchos días soñé con que me perseguían los zombies por el centro comercial y la angustia de no poder librarme de ellos todavía la recuerdo.
Lo que más me impactó de los zombies fue la capacidad de caminar sin rumbo fijo, con la mirada perdida y los churretes sanguinolentos adornándoles la cara. También me llamaba la atención lo difícil que era cargárselos; como ya estaban muertos y lo sabían, se aprovechaban de ello y caminaban y caminaban con los brazos extendidos hacia cualquier ser vivo que se pusiera a su alcance.
Pasados los años, prácticamente habían desaparecido de mi archivo mental estos personajes, pero de un tiempo a esta parte he empezado a encontrármelos por doquier. Al principio solo los veía en los trenes y autobuses, ensimismados, con la mirada perdida y balanceándose ritmicamente en silencio; después empecé a verlos por la calle en la misma actitud, por los centros comerciales como antaño, hablando solos, gesticulando sin sentido, atravesando vías y calles sin mirar, cruzándose conmigo sin verme ¡Qué desasosiego! Pero la desazón aumentó cuando descubrí que existían hasta en mi propia casa. Llamo a comer o a cenar en la inmensidad de 90 m2, y aunque oigo movimiento nadie acude; alzo la voz al alcance ya de los vecinos y sigue sin acudir nadie, me acerco y a diez escasos metros encuentro mi objetivo que me mira con ojos interrogantes ¡Qué pasa! dice sacándose algo de un oído ...
Los nuevos zombies caminan ensimismados conectados a multitud de artilugios que les aíslan de lo que les rodea, a menudo, peligrosamente aislados. Escuchan su música, hablan con sus allegados, resuelven problemas, cierran negocios, arreglan el mundo, pero no levantan la mirada a las cornisas de los edificios, ni a las copas de los árboles, a los pájaros, al cielo, a los aviones que lo surcan; no captan el detalle del niño de la mano de su madre, que camina raudo a su paso cotorreando alegremente, no se fijan en los gestos, en las miradas, en los colores del trayecto. No viven la calle y en la calle pasan cosas distintas cada día de las que merece la pena disfrutar, pues no las podemos enlatar y reproducir al día siguiente.