Parece mentira lo torpes que somos al volante o al manillar cuando llueve en la ciudad. En nuestra Murcia llueve poco y no estamos acostumbrados a ello. Caen cuatro gotas y todo el mundo se apresura al coche, las calles se atascan, los nervios se encrespan, la paciencia se pierde.
Yo soy de moto, motorista o motero, igual da, no me importa que llueva. Me he mojado a menudo en mi moto; cuando el chaparrón de improviso te pilla sin protección adecuada, el agua no perdona, por el cuello por la espalda, por donde puede se filtra. Los guantes se empapan, los pantalones chorrean por los calcetines hasta encharcar los zapatos y al fin, por algún resquicio, se cuela también camino del ombligo hasta los fondillos del pantalón. ¡Ahí te has mojado!
Otro cantar es salir al agua preparado, cuando lo único que le ofreces es la cara bajo el casco en el que repican las gotas que resbalan por la visera. Entonces disfruto de la lluvia, me divierto conduciendo, tocando el freno con mimo y olvidando el trasero para evitar patinar y dar con los huesos en el suelo.
Entre las largas filas de coches pacientemente parados en su interminable procesión, la moto te lleva en volandas, no importa que llueva, no importa el atasco, solo precaución con las líneas blancas de pintura traidora y las franjas de cebra que deslizan sin fin.
Es mía el agua que de arriba viene, no la compro, no la pago, ni la trasvasan ni la desalan, no sirve de escusa a políticas vanas. El Cielo no entiende de ello, tan solo la ofrece y tú eliges: la recibes agazapado en la lata del coche, o a cuerpo descubierto sobre tu moto. Mientras el cuerpo aguante, siempre elegiré la moto.
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