Estación de Atocha. Madrid |
Una peña de estudiantes de la Europa Unida, en tránsito por nuestro bello país y tirados por el suelo de la Bioestación de Atocha, no deja de ser algo común en estos días. Los viajes de estudios siempre han sido la excusa perfecta para disfrutar de unos días de libertad y aventura en plena adolescencia.
Estos trece representantes de la adolescencia europea constituyen una foto fija de la chavalería de nuestros tiempos: sus vaqueros y sudaderas rematadas por las deportivas y las mochilas floreadas, constituyen el uniforme universal de las juventudes actuales, y si me apuran, de las anteriores también.
Sin embargo, hay detalles significativos que marcan las diferencias con generaciones precedentes, el más evidente es el de las formas de comunicación entre ellos. La comunicación física resulta mucho más acentuada que en épocas pasadas; los abrazos, besos y achuchones forman parte de su cultura gremial.
La comunicación oral ya no resulta fundamental, su parco y poco florido vocabulario es consecuencia directa de su forma de escribir mensajes en los móviles o en las redes sociales, un lenguaje con interferencias en el que han de rellenarse los huecos con imaginación.
Y a falta de palabras recurren a la comunicación visual; ahí están mis protagonistas atentos y absortos en las pantallas de sus aparatitos electrónicos, en las que pueden ver desde el último video grabado por algún colega y colgado en you tube, hasta las fotos que se han hecho en la pasada media hora.
Un alto en el camino, un momento de relax, una espera paciente. Me pregunto ¿cómo serán los viajes de estudios en Manchuria, en Sudán o en Afganistán? Si los hay, seguro que la comunicación oral es la preferente.