lunes, 30 de enero de 2012

Historia de un Cumpleaños


A mi personaje de hoy lo conocí hace ya mucho tiempo, pero me acuerdo del momento exacto y de la foto fija que quedó grabada en mi memoria, como si este no hubiera pasado.

- ¡Quiero entrar en la pandilla!

Quién así se expresaba era un personaje menudo, enfundado en unos vaqueros con un suéter de cuello alto, botas de montar, cabello corto y ensortijado y moreno a más no poder, que con gesto firme se dirigió al grupo, -la pandilla-, en uno de los salones del Club Náutico de Campoamor.

El personaje tendría un par de años menos que el resto del grupo, rondaba los 14 o 15, y de primeras fue recibido con cierto recelo:

- ¿Y tú quién eres?

- Soy Silvia y tengo una moto.

Lo de la moto resultó definitivo. Aquella niña no era como las niñas al uso, tenía una determinación y un carácter que no se los llevaba el viento. Y además, tenía una moto, una Rieju de 49 c.c., que con el tiempo hizo las delicias del personal y a ella le dejó tatuada en la frente la buena estrella que le acompaña en la vida.

De su madre heredó una generosidad desbordante, una vitalidad a prueba de bombas y una alegría insultante. Aquella magnífica señora jamás torció el gesto cuando un día tras otro, cuatro o cinco bocas hambrientas se presentaban en su casa después de las clases de natación y devoraban enormes bocatas de foie-gras mientras planeaban el resto de la jornada. Ana Mari nos trataba como a sus hijos y en aquella casa nunca sentías que molestabas, (Y vaya si molestabas, más que las moscas, seguro)

Como siempre pasa, el más listo de la pandilla le echo el ojo y no cejó hasta ponerle el anillo en el dedo. Pero entre los bocatas y el anillo, nunca dejó de ser una amiga estupenda, conversadora sin fin, convencida de sus ideas y polemista como una sufragista británica.

En mi época universitaria residente en Murcia, frecuentaba las casas de mis amigos de la playa que vivían en la capital, y siempre encontraba madres comprensivas que me daban de comer, y de cenar si se terciaba. En la casa de mi personaje comí y cené en muchas ocasiones, aunque el buen doctor de digestivo, D. Joaquín, que me diagnosticó en su día mi hernia de hiato, no recordaba haberme visto a su mesa, cuando surgió el tema la última vez que coincidimos. No me extraña, en aquella época casi no se me veía de frente ni de perfil.

En las sobremesas de aquellos días, en la cocina de Doctor Marañón, me enteré de que mi amiga Silvia andaba enredada en un negocio que sonaba a cristiano viejo de las catacumbas, de la época de las persecuciones de Nerón, los mártires, los circos romanos, los leones y los cristianos perseguidos por todas partes. Me contaba de su Comunidad, del Camino Neocatecumenal, de su fundador, de los ritos, de las celebraciones, de lo mucho que aquello le ayudaba en sus dudas y contradicciones.   

Ciertamente parecía haber descubierto el camino al paraíso y había puesto toda su voluntad en recorrerlo. Yo también había tenido mi época de fervor religioso, -no en vano vengo de una familia con fuertes convicciones religiosas, fui a colegio de religiosos y después de curas, y había sido monaguillo convencido-, me sabía la liturgia al dedillo y no andaba mal de los viejos y nuevos testamentos, con lo cual  tenía base suficiente para polemizar con aquella vehemente muchacha, el tiempo y las veces que hicieran falta.

Cuando el arroz solo era para cuatro

Mi amigo Ricardo, (siempre Kikar para mí) se llevó el gato al agua, se capuzó de lleno en el Camino y juntos iniciaron la vida para la que estaban destinados desde que ambos se cruzaron en sus respectivos caminos.

Ya los dos juntos, como buenos amigos que siempre fueron y lo serán mientras ellos quieran, andando el tiempo y bifurcados los caminos, nos rescataron a mi futura y a mí una aciaga noche en la estación de Atocha, en Madrid, sin un duro en el bolsillo, con los billetes del último tren en la mano, perdido por los pelos y completamente desamparados. Ellos, recién llegados a Madrid, para pasar unos días con su familia, no dudaron en volver a su Seat 850 azul, dejar a la familia, recogernos en Atocha, llevarnos hasta una gasolinera de Getafe y esperar allí hasta que un buen samaritano, pasada la media noche nos recogió y nos llevó hasta Albacete donde enganchamos nuestro tren perdido. Otro buen amigo, residente en Madrid y a quién primero recurrimos, se excusó por estar ya en pijama.

Cuando llegó mi boda, en su casa me vestí de novio, en su casa, allí, detrás del Museo Arqueológico, me hicieron una comida especial, y desde allí, en su 850 azul, (el “gorrino”, por una mancha blanca de pintura en una aleta trasera), me llevaron a la ceremonia.

Y con el paso de los años, recorriendo cada uno nuestro camino, siempre han intentado acercarme al suyo ¿Por qué? Porque  me quieren y quieren lo mejor para mí. Así de fácil y así lo he entendido siempre. Cuando una y otra vez me ofrecieron ser padrino de sus hijos a condición de hacer las catequesis y una y otra vez me negué porque nunca he sido amigo de condiciones, no hacían otra cosa que demostrarme su cariño. 

Bueno, tiene que haber de todo en la viña del Señor y no me han hecho falta las catequesis para querer a esa familia y disfrutar con ella todos los momentos que me han permitido compartir. Y he disfrutado cada comunión, cada boda, cada rato que he pasado con ellos, como en aquellos lejanos tiempos del bocata de foie-gras en los que me sentía, me siento, uno más de la familia.

Por eso, ayer, cuando caminaba despacio con Minimiriam en brazos, alejándola de los humos por el largo pasillo de aquella bulliciosa casa, mientras la madre, Silvia, como una Mamma italiana, recibía el cariño y las felicitaciones de sus gentes por el medio camino recorrido en la vida, rodeada de sus hijos, de sus nietos, de sus yernos y nuera, de sus hermanos caminantes, yo le daba gracias a Dios por haberme permitido conservarla como amiga. 

Silvia, gracias por ser mi amiga, gracias por mi fiesta sorpresa, como siempre, en el momento oportuno.

¡Felicidades, de corazón!