lunes, 24 de enero de 2011

Pasa la vida



Archivel. Enero 2008
Archivel. Enero 2011
Los hijos y los árboles son una buena referencia del paso de los años y este pino americano es prueba de ello; en solo tres años ha pasado de ser apenas un respingo de metro y medio, a alcanzar los más de tres metros y medio que mide en la actualidad. Todos los días el espejo nos devuelve una agradecida imagen, sin que en nuestra vanidad caigamos en la cuenta del diario e imperceptible deterioro.

Pasa la vida. Sevillanas

Nos vemos jóvenes porque nos sentimos jóvenes, y ¡Ay de aquel que no lo haga!, porque ese sí que envejecerá rápidamente. La edad la llevamos en la cabeza y nuestro cuerpo le sigue, aunque no siempre consigamos sacarle el partido que nuestra mente optimista espera.

Hace unos días retaba a mi hija voleibolera a tocar el techo del pasillo de un salto; ella, con calcetines de andar por casa, y yo con pantuflas de suela de fieltro:

- Ten cuidado al saltar, que puedes resbalar al caer y darte un buen golpe.

Ella, suficiente, toma carrera, salta y se queda a un par de palmos del techo.

- Parece mentira, yo creí que saltabas más.

Vuelve a la otra punta, se concentra, toma carrerilla de nuevo y salta con todas sus fuerzas. Esta vez ha ganado altura, pero insuficiente.

- Ahora verás de lo que es capaz tu anciano padre.

- ¡Papá, no saltes que te la vas a pegar!

- ¿Pegármela yo? De ninguna manera, esto está chupado.

Ahí me perdí, en mi ansia por deslumbrar, cogí impulso, me agarré con una mano al marco de una puerta y con un ágil salto (así me lo pareció, al menos), estiré el otro brazo hasta tocar el techo con la mano. Durante una millonésima de segundo disfruté de mi hazaña, porque en el resto del segundo tomé clara conciencia del batacazo que me iba a pegar, al aterrizar con los talones de mis pantuflas de fieltro en el suelo del pasillo.

Según me iba dando la costalada pasaron por mi mente las múltiples posibilidades de hacerme daño que sobrevenían, eligiendo sobre la marcha la menos dolorosa e intentando no cascarme el melón contra el suelo. Como resultado de mi agilidad mental (que no de la otra), conseguí retorcerme en el aire lo suficiente como para caer de medio lado y parar el suelo con el "salva sea la parte", además del brazo y la pierna correspondientes.

Un escorzo inigualable que me dejó hecho un trapo a todo lo largo del pasillo. La espectadora de excepción, de inicio, se llevó un susto considerable pensando que me había roto la crisma, mientras yo, inmóvil en el suelo hacía una rápida evaluación de daños, alegrándome de que mi cabeza hubiera resultado incólume. 

Pasado el susto inicial llegó el pitorreo infame y despiadado de mis dos vástagas: mientras la mayor intentaba ayudarme a levantar mi saco de huesos del suelo, muerta de la risa, la pequeña, tras un gesto de humanidad que le honra, al colocarme una prenda de ropa bajo la cabeza para procurarme alivio en el primer momento, una vez me supo vivo y sin sangre a la vista, salió disparada buscando la cámara de fotos para inmortalizar el momento, lo cual consiguió con creces.

Curiosamente, aunque dolorido, no me sentí humillado, había pasado lo que tenía que pasar, ya se fueron los veinte, los treinta y algunos más  también,  y aquella agilidad juvenil que todos los días me refrenda el espejo, quedó atrás, aunque seguro que a los cincuenta y con el entrenamiento adecuado  aún se puede dar mucha guerra. Y si no, al menos, se ha de conservar el sentido del humor, que alarga la vida.

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