Nunca he sido pescador, ni de agua dulce ni de salada; eso no quiere decir que no lo haya intentado en ocasiones. Con cinco o seis años ya sostenía entre asombrado y orgulloso los lucios que pescaban mis padres en los ríos y embalses cercanos a Puertollano. Cuando veraneamos en Islas Menores, sobre los doce años, aprendí a atrapar "zorros" que se refugiaban en los agujeros de los ladrillos semienterrados en el agua y que caían en mi poder por la depurada técnica de tapar ambos lados con las manos, hasta notar el cosquilleo en una de ellas de alguno de aquellos pececillos atrapados.
También lo intenté en ocasiones con la típica bolita de pan amasada en la punta del anzuelo, ya en Campoamor, y con el mismo éxito en el mar mayor que en el menor (ninguno). No volví a intentarlo hasta que un compañero de trabajo en PRYCA me llevó con él a pescar; este sí que era un profesional, llevaba el coche con todo el aparejo completo, cañas, cestas, cajas llenas de anzuelos y artilugios diversos, fuimos a un sitio al que jamás conseguiría llegar solo. En la vega baja del Segura hay una zona surcada por infinidad de canales que mi amigo se conocía al dedillo y que a mí me pareció un verdadero laberinto, ¡Allí sí pesqué! solo una pieza, de improviso, no me lo esperaba y cuando picó y empezó a tirar, casi se lleva la caña y a mí detrás al medio del canal; me rehice a tiempo y siguiendo las instrucciones de mi colega, recogí el sedal y poco a poco me hice con mi trofeo, una perca de más de medio metro, hermosísima y bien alimentada ¡Qué triunfo!, efímero, porque tras la foto de rigor, mi captura regresó al canal y ya no volví a conseguirlo. Dio igual, ya sabía lo que se sentía y me había gustado la sensación.
Mi último éxito lo tuve en Carboneras, un buen montón de años después, aunque más que pesca yo diría que aquello fue caza, cuando en una de mis buceos con tubo y el culo a ras de superficie, vi un pulpo a unos tres metros de profundidad y en un alarde de inconsciencia y coraje me lancé a por él y sorprendentemente lo trinqué con una mano, saliendo triunfante con aquel bicho enrollado en la muñeca.
Tomando en consideración estas anécdotas que han marcado mi subconsciente a lo largo de la vida, se explica porqué cada vez que cruzo el río Segura por alguno de los puentes que lo salvan, no puedo evitar una mirada a sus orillas en las que cada vez con más frecuencia y en mayor número, se apuestan los pescadores de ciudad, con sus sillas de tijera, su cañas y sus cubos. No se si tienen éxito, nunca tengo tiempo para esperarlo, sin embargo ella está allí, contra corriente, anclada al cenagoso fondo, entre los molinos del río y la Glorieta, a mitad de camino entre el monstruo del lago Ness y una sardina monstruosa con su surtidor y todo.
El río a su paso por la Capital lleva un caudal respetable pero falso, no hay más que asomarse al puente de la Fica para ver al Segura en todo su esplendor -apenas un hilillo de agua-, el caudal que vemos es decorativo, tanto como los pescadores de sus riberas y las percas que de vez en cuando alegran sus cañas. Rematada la falacia con la sardina de agua dulce que lanza su chorrito para entusiasmo de paseantes y turistas; solo faltan las piraguas del club de remo para completar la estampa.
Quizá, si tomando ejemplo de otras ciudades atravesadas por ríos o ramblas que han desviado sus cauces para aprovechar los terrenos liberados, los murcianos desviásemos el del Segura al, por ejemplo, Canal del Reguerón, el cauce a su paso por la ciudad podría utilizarse como aparcamiento, o vía subterránea para atravesarla, mientras, en la superficie se ganaría espacio para paseos, jardines, zonas de recreo o pistas deportivas, conectando el norte con el sur de la ciudad sin necesidad de puentes.
Nuestra sardina podría presidir honrosamente en su catafalco alguno de los lugares descritos, sin necesidad de remojar su lomo en las aguas estancadas y lo que es más importante, sin que nadie la confundiera con una vulgar perca de río, porque ¿Quién ha visto alguna vez una sardina remontando un río?
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