Cuando estaba de estreno de este blog, allá por el 19 de mayo de 2006 y tras la comunión de Elisa, me preguntaba yo por la siguiente boda que sucediera a las de Pilar-Yayo y Silvia-Adolfo, sin caer en la cuenta de que esto de las bodas suele traer consecuencias para las partes contratantes, así, se han intercalado los bautizos de Guille y Miguel Roque en La Romaneta.
Pues bien la incognita fue desvelada y continuó la saga de matrimonios familiares el pasado 3 de septiembre, con el ¡sí quiero! de Celia y Agustín que hizo las delicias de los asistentes, aunque también arruinó más de un maquillaje como consecuencia de las intervenciones de hermanos y hermanas que pusieron un nudo de emoción en la garganta de los asistentes y más de una lágrima incontenida en las primeras filas.
Ayer asistímos a otra boda, la hija de una compañera de trabajo, a la que he visto crecer a toda prisa desde el patio del colegio Jesús María, hasta el altar, pasando por la escuela de Ingenieros de Caminos de Valencia, donde le echó el ojo a su profesión y a su consorte.
Da gusto ir de boda, son emocionantes, todos estamos contentos, nos llevamos bien y lo pasamos mejor; vemos familia con la que nunca coincidimos, conocemos interesantes compañeros de mesa, nos desmelenamos en la pista de baile y nos retiramos cuando el cuerpo se rinde, comentando la jornada. En esta sociedad que todo lo reglamenta y organiza, debería ser un derecho constitucional y una obligación ineludible la de asistir, al menos, a una boda al año. ¡Vivan los novios!
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