Un perrazo, con casi dos metros de envergadura, el pelo dorado y noble cabeza, a mitad de camino entre un mastín y un pastor alemán, como tantos otros, atado al final de una cadena cuidando la casa del amo, nos ha saludado efusivo esta mañana. Normalmente no son nada amistosos, te ladran, se erizan, enseñan los dientes y te muestran el camino de la retirada cuando te acercas a ellos.
Cumplen su cometido de alejar a los extraños y disuadir a los buscones, y se aburren, ¡vaya si se aburren!, todo el ejercicio que pueden hacer es el que les permite la longitud de su cadena, casi siempre muy escasa, así que ladran a todo lo que se menea u olfatean como único entretenimiento.
Algunos son más amistosos, y otros, como el de hoy, sencillamente se vuelven locos porque les hagas una caricia o una carantoña; saltan, gimen, y te lavan las manos a lengüetazos mientras barren el aire con su cola agradecida. En ese momento te lo llevarías puesto, sin importarte el tamaño, lo que come o que no tienes donde meterlo ni tiempo para cuidarlo.
Al final, te despides de él con un punto de tristeza y marcas el sitio para hacer coincidir algún próximo paseo con tu nuevo amigo, y te acuerdas de aquél otro que visitabas en su jaulón allá por el camino del Reguerón, y de que un día encontraste su casa quemada y su jaula vacía, y te dio pena por el amigo perdido.
2 comentarios:
Muy buen articulo hermano!, no es lo mismo un perro amigo que un amigo perro, de estos últimos deberemos huir raudos y veloces como viento en la cañada!
Tú sí que sabes!
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